Fiel a tu reflejo

-Vivimos en una época difícil. Yo, como otras pocas mujeres, debemos estar eternamente agradecidas de que nuestros hombres hayan regresado sanos y salvos a casa de la espeluznante guerra. En realidad, tan sanos como se pudo. Mi marido no deja de despertarse por las madrugadas de un salto de la cama, gritando por la habitación completamente convencido de que nos bombardean los japoneses. Ha intentado suicidarse mas de una vez y ya no puedo escucharlo llorar cada mañana, cuando se dispone a tomar lo poco que puedo ofrecerle para el desayuno (y es que estamos en tiempos difíciles y difícil le es también a él conseguir trabajo teniendo una pierna menos).
Don Carlo, su viejo amigo y dueño del bar que está a 5 calles, le permite beber fiado todos los sábados. Lo que no le facilita es saber cuando debe dejar de tomar. Todos los domingos lo encuentro desplomado sobre los escalones y el umbral de la puerta; emanando un fuerte y concentrado hedor a vermut. Siempre repite la misma frase:
“Ma, ¿porqué no me llevaste a la cama anoche?”
Nunca entendí porqué lo hacía, tiempo después lo supe.
Me engañó una y otra vez, cada sábado por la noche. De tan borracho, el muy insolente me confundía con otra en la piecita del fondo del bar, bien detrás del mostrador.
-Y dígame usted, señora, ¿está segura de que su marido no utilizó ese cuento para que usted lo perdonara?
-¿Cómo señor? ¿A qué se refiere?
-Digo usted, con todo respeto, es una mujer de rasgos muy bien delimitados. Su figura esbelta parece tallada por la mano de un artista y sus particulares ojos azules profundos y calmos… son verdaderamente inconfundibles.
-Bueno pues… (la señora, muy avergonzada, toma su bolso y se prepara para retirarse de la casa) podría ser, pero… ¡que inoportuno comentario! Buenas tardes señor-y se retira dando un golpe sutil pero ligero a la puerta.
Caminando por las calles del pueblo, repletas de negocios abiertos, de personas circundando, se detuvo junto a un cajón de naranjas. Atónita, la señora se esconde detrás de el observando (mas adelante) a una señorita a medio desmantelar con el cabello enmarañado (como si hiciese poco tiempo atrás se hubiera revolcado en algún sitio) y sus curvas bien definidas y, vulgarmente, resaltadas. Salvo por su vestimenta, la mujer se sintió como frente a un espejo y junto a el, rengueaba su marido.

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