Ella, como si fuera Dios allá arriba, desde los tramos de metal de la torre de electricidad, nos contemplaba, tremenda de tan indiferente. Sus largas polleras flotaban entre los caños y sus ojos paseaban entre nubes.
Aguardaba el atardecer, se maravillaba un rato con su color anaranjado y luego bajaba, casi como deslizándose por un tobogán, tan sigilosamente, hacia la tierra.
A media noche volvía, pero esta vez, para charlarle a la luna.
How happy is the blameless vestal’s lot! The world forgetting, by the world forgot. Eternal sunshine of the spotless mind! Each pray’r accepted, and each wish resign’d.
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