Ella

Ella, como si fuera Dios allá arriba, desde los tramos de metal de la torre de electricidad, nos contemplaba, tremenda de tan indiferente. Sus largas polleras flotaban entre los caños y sus ojos paseaban entre nubes.
Aguardaba el atardecer, se maravillaba un rato con su color anaranjado y luego bajaba, casi como deslizándose por un tobogán, tan sigilosamente, hacia la tierra.
A media noche volvía, pero esta vez, para charlarle a la luna.