La fiesta del disfraz

Serpientes de pluma de todos los colores se paseaban por el lugar. Engreídas, altivas, enroscadas en cuellos redondos cubiertos por un pliegue que se sacudía al vaivén de los agigantados pasos de baile. Las señoras espeluznantes con sus vestidos de raso y chiffon muy arriba de las rodillas, con sus encajes negros ahorcando las gruesas cinturas y brotando carcajadas de sangre por encima de los cuellos de plush. Las plumas que crecían como árboles filosos de sus cabezas… Ellas bailaban, reían, fumaban detrás de antifaces negros que sostenían con una mano y ambas, llevaban guantes. Las medias de red estrujaban sus piernas, los zapatos casi parecían explotar. Pero las señoras impactantes se reían y solo con ellas y no de ellas, reían también sus invitados: prestigiosos y elegantes hombres de la aristocracia que se veían tan sobrios, casi todos tan farsantes.
Bailaron y rieron, la servidumbre se encargo siempre de mantener llenas las copas de cristal Bebieron y fumaron, abasteciéndose a cada momento de estos vicios como invitados de la casa. Y es que en el salón de la señora Mildred Jones, todas las fiestas eran de adular. Las mujeres de la aristocracia se ponían en la piel de las hembras de burdel y los hombres se pavoneaban entre ellas a más no poder. El rojo sofocaba en el ambiente, se respiraba un exceso de perversión y sexismo y la servidumbre siguió abasteciéndolos toda la noche, alimentando al monstruo en su mismo infierno. Entre golpes de codos, insultos, alusiones a su supuesta “incompetencia”, ellos continuaron. Entre carcajadas y miradas de rechazo, con sus delantales blancos, las mozas como pequeñas lámparas en ese océano, un alivio de contraste; resistiendo. Hasta que la más joven de ellas, quien guardaba un secreto bajo su corsé para no perder su trabajo, tropezó con la gigante Mildred Jones quien imponente y furiosa, la empujo sobre unas sillas despectivamente dejándola caer sola, de espaldas, entre la multitud. Su cabeza golpeó contra una mesa y nadie se acercó a ayudarla, ni siquiera se fijaron en ella. El circo del horror siguió con su fiesta hasta que alguien, una voz, un grito advirtió a todos lo que estaba ocurriendo: la muchacha perdía sangre a borbotones de detrás de la nuca. Comenzó inocentemente para ir convirtiéndose en un charco extenso de color escarlata intenso. Los invitados debieron apartarse para no ensuciar sus lujosos zapatos, pero la sangre los persiguió por cada rincón del salón, bajo cada mesa, sobre cada silla, llegando a cubrir sus rodillas, sus cinturas… Las puertas y ventanas se habían cerrado y entre gritos y corridas desesperadas, la multitud quedó prisionera. Las mujeres quisieron pararse sobre algunos hombres, otros intentaron tirar las puertas abajo, romper lo vidrios, pero todo era inútil. El circo del horror había dado su última función. La luz de aquella joven termino devorándose todas las carcajadas y consumiendo al monstruo en su gran fiesta del disfraz.

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